Una jurisdicción para la democracia
Editorial
Nuestra edición dedicada a las no pocas vicisitudes de nuestra América, vuelve sobre el tema de las potestades judiciarias libres e imparciales. Lo testimoniado en Venezuela, con una Judicatura incapaz siquiera de revisar actas y oponerse a las tentativas fraudulentas de un jefe supuestamente revolucionario, es espejo en el que debe verse toda la América Latina (diríase, atentos a los proyectos de reforma del presidente Biden, que toda la América): la resoluciones y sentencias que nos son adversas o molestas no constituyen motivo suficiente para reformar tribunales, ni mucho menos para desmontar un Poder del Estado.
El Derecho es complejidad, contexto e interpretación. No hay, en realidad, casos fáciles, y en los asuntos que se desenvuelven en los tribunales siempre hallamos más de una posición encontrada y discutible que requiere largas horas de estudio y reflexión. Hacer del juez la boca flaca, inerte y robótica de la voluntad legislativa resulta reduccionista y empobrecedor. Creer que su experiencia no importa a la hora de integrar el orden jurídico a base de resoluciones correctamente argumentadas implica negar uno de los capitales humanos más valiosos con los que contamos. Someter a quien juzga a pesquisas que partan de la sospecha de que sus pensamientos delinquen terminará por excluir a los audaces y someter a los cobardes. En ambos casos, la división de poderes será dañada, la imparcialidad judicial se tornará imposible y el acceso a la justicia quedará como uno más de nuestros seculares anhelos inacabados.
Si se quiere pensar en ampliar la estrecha puerta por la que hoy por hoy transita la Justicia vayamos perfeccionando la carrera judicial –una de las pocas áreas de servicio civil que funciona en la República–, extendamos su benéfica influencia a fiscalías y defensorías públicas, estructuremos un modelo funcional de formación, capacitación y certificación de quienes operan el Derecho (incluyendo a juristas privados, peritos e investigadores policiales), profundicemos en las capacidades de control constitucional de nuestros altos tribunales lo mismo a nivel federal que local y, sobre todo, no permitamos regresiones decimonónicas como aquella que pretende volver a los efectos relativos de las sentencias de amparo contra leyes, que sería tanto como volver a los aciagos tiempos en que sólo quien podía pagar los servicios de un carísimo amparista lograba verse beneficiado con la declaración de inconstitucionalidad que sobre una norma se sirviera dictar un juez (sí: un juez tutelar de Derechos Humanos).
Así como no hay razón para tolerar los excesos voluntaristas y politizados de una judicatura mal formada e inexperta, tampoco se debe apostar por tornar a modelos de facultades exacerbadas para legislaturas y ejecutivos. En la sana y equilibrada división de poderes está la clave. Todo lo demás resultará en apacentarse con viento y, muy probablemente, en heredarlo.