Entre semillas de paz y tempestades institucionales
Editorial
En un país donde las tensiones políticas florecen tan rápido como los ideales se marchitan, la “Estrategia de Cultura de Paz: un semillero universitario” presentada por el rector de la UNAM, Leonardo Lomelí, suena a esperanza en medio del estruendo. El esfuerzo, respaldado por diversas instancias como la Conferencia Episcopal Mexicana, apunta hacia un objetivo cada vez más esquivo: hacer de la paz una tarea común, sembrada desde la educación, nutrida por el diálogo y protegida por la convicción del encuentro.
Mientras se busca sembrar armonía en los campus universitarios, la política exterior mexicana vive su propia tormenta. La administración estadounidense ha elevado el tono con aranceles, redadas migratorias y acusaciones insólitas. La negativa de la Suprema Corte de Estados Unidos a conceder lo que México demanda a las empresas armeras —que, según el gobierno mexicano, alimentan la violencia en el país— ha sido interpretada como un revés total. Al mismo tiempo, redadas masivas en ciudades como Los Ángeles no sólo han generado protestas, sino toques de queda. Se acusa incluso a la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, de promover movilizaciones, cuando lo único que ha hecho públicamente es oponerse a un impuesto proyectado sobre las remesas de migrantes.
La tensión es palpable. Desde el uso de la Guardia Nacional hasta la llegada de infantes de Marina a California, las decisiones del gobierno federal estadounidense se perciben menos como medidas de seguridad y más como provocaciones políticas. La relación bilateral, siempre compleja, atraviesa un nuevo ciclo de desconfianza que podría, como advierten diversas calificadoras financieras, arrastrar a México a una recesión económica en este 2025.
Pero si las amenazas vienen del norte, las fracturas internas no son menores. Las elecciones judiciales del 1º de junio fueron, para hablar claro, un naufragio democrático. La participación fue mínima —menos del 13%— y el uso de “acordeones” con candidaturas oficiales, denunciado por periodistas y documentado por organizaciones, convirtió el proceso en una simulación. Prácticamente todos los perfiles que aparecían en las listas de inducciones oficiales terminaron electos. La Suprema Corte, el Tribunal de Disciplina Judicial y la Sala Superior lectoral tendrán amplia mayoría de nombres vinculados al oficialismo.
Ante semejante panorama, la independencia del Poder Judicial se tambalea. Diversas instancias, incluidas observadoras internacionales como la OEA, han levantado la voz sobre la fragilidad del modelo y su incompatibilidad con una judicatura autónoma. Las denuncias de nulidad se multiplican, pero la maquinaria institucional sigue su marcha, sin mirar hacia los lados.
La ironía es amarga: en un país donde se intenta sembrar paz, se cosechan jueces elegidos bajo sospecha, acusaciones diplomáticas cruzadas y amenazas que penden sobre los más vulnerables. En esta coyuntura, la justicia
parece atrapada entre la manipulación política y la desconfianza ciudadana.
El caso del aborto en Guanajuato también ilustra el enredo. El Congreso local rechazó una iniciativa para despenalizarlo, desafiando lo que muchos interpretan erróneamente como un mandato implícito de la Suprema Corte. La votación fue cerrada —19 contra 17— y, aunque la decisión representa una victoria para sectores que defienden la dignidad de la vida intrauterina, la reacción ha sido intensa: se habla incluso de activar una alerta de violencia de género contra el Congreso guanajuatense.
Así, mientras crecen las semillas de paz y dignidad, lo que brota en el campo político es incertidumbre, judicialización de la agenda pública y una creciente erosión de los consensos institucionales. Tal vez, como decía aquel viejo proverbio, haya que arar en tierra fértil antes de sembrar. Y esa tierra, hoy por hoy, se halla rosionada por la desconfianza y el ruido.