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La Nación como tarea

Editorial

En medio de los días recientes, marcados por tragedias que han sacudido a todo el mundo, con vidas inocentes arrebatadas por la violencia que persiste y se expande, hemos sido testigos de un momento simbólico de cierre y transición: el fallecimiento de Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco.

Su partida representa algo más que el final de un pontificado. Simboliza la despedida de una figura que, desde una plataforma global, insistió en colocar en el centro de la conversación internacional a los marginados, a los olvidados, a los que sobran en los cálculos del poder, a los que él llamó “descartados”. Con una trayectoria marcada por su origen latinoamericano, su pertenencia a la Compañía de Jesús y su sensibilidad social, Francisco no sólo reformuló el tono del papado: le dio un rostro cercano, atento a los dilemas éticos de nuestro tiempo.

Durante su vida pública, no dejó de recordar que las naciones no se construyen solas, que la convivencia requiere tarea y compromiso colectivo. Repetía con convicción una idea que le era querida desde sus años episcopales en Buenos Aires: “la patria es un don, la nación una tarea”. Lo hacía no como eslogan vacío, sino como advertencia ante el riesgo de una sociedad que se deshilacha por la indiferencia y la exclusión.

Llamó “Esperanza” a sus memorias. Esperaba con gozo no porque ignorara el conflicto o idealizara el mundo, sino porque confiaba en que, incluso en medio del ruido, aún es posible escucharnos. Se publicaron en vida —contra su deseo original— porque el momento histórico lo urgía: vivimos en un mundo atravesado por crisis simultáneas que exigen referentes éticos claros. Hay quien dice que la del pontífice argentino es la primera autobiografía escrita por un obispo de Roma.

La vigencia de su mensaje no reside solamente en un credo, sino en una sensibilidad compartida: la de quienes creen que la paz es más que la ausencia de guerra, que la dignidad no debe ser privilegio y que el diálogo es más urgente que nunca. Frente a la tentación de la desesperanza, el cardenal Bergoglio sostuvo que lo difícil es esperar, pero que vale la pena hacerlo.

Hoy, más allá de filias y fobias, se impone la reflexión trascendente en torno a la vida contemporánea. Francisco representó, para muchos, una conciencia lúcida en medio de las turbulencias del siglo. Honrar su memoria implica no idealizarlo, sino retomar lo esencial de su legado: su apuesta radical por la dignidad humana, en cualquiera de sus expresiones, en toda situación que implique a la condición de la persona, en las miles de coyunturas que no sólo no autorizan los descartes, sino que deberían obligar a penalizarlos.

Nosotros, en nuestras jornadas que, como destaca el Dr. Luis Vega, se significan por ser más tiempos de derechos mientras más difíciles sean los desafíos que impongan, debemos darnos a la tarea apremiante sobre la base del don que es la patria: en procuración, administración y acceso a una Justicia dignificante de lo humano, que nada nos arredre. Ejemplos inspiradores en nuestra América Latina tenemos, como muestra este número, de sobra y de gran calidad moral. He ahí la substancia de la Historia: no busquemos entre lo muerto a lo que está vivo. Esperanzadoramente vivo.

© 2025, Tiempo de Derechos una publicación de: Fundación Aguirre, Azuela, Chávez, Jáuregui Pro-Derechos Humanos A.C.

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